Ya he hablado de cómo el internet afecta la distribución de contenido, ahora será necesario fijar la atención en un tema muy importante (y que a muchos les preocupa) en medio de esta transición. Estoy hablando de la diferencia entre un libro físico y uno digital.
Supongamos que hablamos de fases de una relación por las que una persona debe pasar con el texto; desde que lo conoce, hasta que lo termina y lo almacena en algún lugar para un futuro incierto. Habrá que comenzar en algún lugar, y me gustaría que fuese la portada.
Cuando entramos a una librería a comprar un libro, tenemos tres opciones: llegar directo a comprarlo porque ya sabemos de qué va, examinar sus lomos en alguna sección (si es que hay algún orden específico) para ver si algún nombre nos llama, o pasarnos las horas tocando sus lomos, explorando portadas y leyendo contratapas en un acto casi romántico. Éste acto de exploración, si bien podemos conocerlo al ser lectores o no, es en esencia, algo muy personal y limitado a nuestras interpretaciones personales. En una librería, cada libro es una isla y habrá que verlo como un punto en una constelación que entendemos o no, al contrario de la búsqueda por internet.
Partamos desde el hecho de que no podemos ‘sentir’ un libro, hasta que no existe equivalente al lomo y que la portada pasa a otro plano. Nosotros buscamos libros por ‘ratings’ de personas que pueden ser relevantes o no a nuestro criterio, hacemos una compra de un click, y el libro en nuestra tablet se abre directo al primer capítulo. Adiós a la portada, créditos y datos editoriales, que aunque sigan existiendo, pasan totalmente desapercibidos. El usuario entra de golpe a la historia por medio de una constelación de opiniones y relaciones, juzgar un libro por la tapa, ha quedado relegado al plano físico.